Luis Fernando Escalona


BLOG

Un lobo llamado Eduardo García

2 de septiembre del 2017.

Cuando leo a mi amigo Eduardo, me es inevitable pensar en Jim Morrison, uno de los poetas que me sedujo hacia el mundo de las letras.

Poetas y músicos. Jim y Eduardo se parecen en eso; aunque también son lobos que le cantan a la noche. Hay, sin embargo, una diferencia importante: Jim le escribía a la muerte; Lalo, a la vida. Jim usaba drogas; Lalo, no. Eduardo es la prueba de que no se necesitan sustancias ajenas para escribir. Son sus versos los que nos hacen regresar al mundo y sentirnos más vivos que antes de su lectura. A veces, no se necesita siquiera que bajen las musas; al menos, yo no confío en ellas. Son caprichosas, hacen lo que se les da la gana y uno aquí esperándolas a que acaban de derramar su inspiración por el mundo.

No. La inspiración está a nuestro alrededor. En una sonrisa, en un árbol, en un atardecer. Instantes que pueden ser capturados en un poema. Instantes que, si nos hacen sentir una emoción, se vuelven poéticos y eternos. Quedan para que los contemplemos y tengamos esa sensación de infinito llenándonos el cuerpo. De eso se trata la poesía. Y en ese libro, El libro de las almas, hay poesía.

El Destino, con mayúscula, es más un personaje de su obra que un simple rumbo a seguir. Y es que muchas veces, el muy cabrón (el Destino, no Eduardo) nos juega trastadas, nos engaña y nos sublima, dejándonos una cortina de anhelos que nos cubre:

“Yo guardo una lágrima”, dice el poeta al tratar de forjarse el anhelo sobre algo. Pero es que todos guardamos una lágrima por algo que no fue, por algún sueño, por alguna ilusión que se quedó esperando el tren para llegar a nosotros.

Eduardo habla por la humanidad con un lenguaje sin adornos, sencillo y preciso, eligiendo cada una de sus palabras con sumo cuidado para buscar, como buen músico también, el ritmo del poema. Esa minuciosa tarea, que se da después de la inspiración, es decir, a la hora de corregir y limpiar de blablablá un texto, erradica los distractores de la emoción que nos busca compartir, emoción con la que podemos sentirnos identificados porque nos pertenece, porque nos une y es nuestra también.

Es ahí donde está labrada la riqueza de la literatura, y por eso les hago la petición de que, amigos míos, se acerquen a la poesía de Eduardo; porque es en la literatura donde podemos encontrarnos como humanos; donde podemos olvidar razas, credos, ideas; hasta la lucha cotidiana que nos mata un poco todos los días. Ahí podemos ser, solamente, uno con la poesía. Ser inmortales: que nuestras presencias sean eternas y tengamos siempre una vía para volver a ellas.

Puede ser que en el mundo, ellas ya no estén o se hayan ido por otro rumbo; pero en la literatura tenemos el consuelo de encontrarnos con ellas, de compartir un café en versos y volver a nuestro mundo, después, más plenos y sonrientes. Eso es lo que logra Eduardo con su poesía.

Yo desconfío de aquellas creaturas que se jactan de ser poetas. Pero Eduardo lo es y no lo dice. Es un ser humilde, sincero, y no busca la rimbombante secuencia de estridentes palabras que precisen y resaltan la intelectualidad de su mente. Eduardo no busca el aplauso. Eduardo comparte sus alebrijes y fantasmas en un libro: El libro de las almas. Nuestras emociones y nostalgias están ahí. Nosotros somos las almas; éste, nuestro libro.

Eduardo no se jacta de ser poeta: es poeta porque vive, porque observa, porque busca los instantes para ser capturados, como si fueran luciérnagas a las que quiere poseer por siempre, que alumbren no sólo su camino, sino el nuestro, el de sus lectores.

Es cierto, Eduardo no busca el aplauso pero yo le aplaudo y le agradezco por existir.